Regalarnos instantes de silencio en las aulas
Prefiero cabezas bien hechas que bien llenas.
Celestin Freinet
La docencia es una tarea compleja, laboriosa, paciente y difícil.
Mucho más de lo que la gente cree, y muchísimo más de lo que piensan los políticos (Imbernón, 2017, p.21). Educar siempre ha sido una empresa difícil. Nunca ha sido una tarea sencilla. Menos hoy en día.
No hay que ir muy lejos para tomar conciencia de esta complejidad. Bastaría con reflexionar, dice Francisco Imbernón, sobre cómo la transformación social está impactado en la escuela: “grupos de clase de decenas de nacionalidades; nuevos modelos de familia; auge de las TIC y de una nueva manera, diferente, de acceso a la información, las nuevas formas de aprender, y, finalmente, una crisis económica devastadora que se ha cebado en la educación. (Imbernón, 2017, p.13)” Bastaría, en realidad, con entrar en cualquier aula, de cualquier etapa educativa, de cualquier centro educativo, de cualquier región o país.
Una complejidad que proviene no sólo de que hayan cambiado las condiciones en las que se produce la enseñanza, sino también porque, afortunadamente, han aumentado nuestros retos. No es solo que la sociedad de hoy sea compleja, sino que también son mayores las necesidades de aprendizaje, y más ambiciosas las metas que nos proponemos. Aprender hoy, no es tanto apropiarse de la verdad, como dialogar con la incertidumbre (Morin, 2002), de manera que cualquier reflexión sobre el sentido de la escuela debe tener en cuenta el tipo de conocimiento que exige el mundo contemporáneo. A la escuela le pedimos que eduque para la incertidumbre, pero le exigimos que lo haga con certezas. Que prepare para adaptarse a la vida, pero también, y más importante si cabe, para enfrentarse y cambiar la vida que nos viene dada. Si antes nos era suficiente con una alfabetización básica (aprender a leer, aprender a calcular), ahora sostiene Nacho Pozo (2016, p.85), “nos enfrentamos al reto de un nuevo proyecto alfabetizador más ambicioso (leer para aprender, calcular para aprender)”. No es cierto que los alumnos sepan cada vez menos (la comparativa entre las competencias de jóvenes y adultos muestra siempre un saldo favorable a los primeros). No, no es, como dicen algunos, que estemos retrocediendo y necesitemos recuperar un idealizado pasado escolar (lleno de esfuerzo, disciplina, autoridad y conocimientos) que nunca existió. En realidad son las metas educativas las que se alejan. No solo en términos de aprendizajes necesarios, sino también en los propios fines y en el alcance social que esperamos que tengan nuestros esfuerzos educativos.
No es cierto que los alumnos sepan cada vez menos (la comparativa entre las competencias de jóvenes y adultos muestra siempre un saldo favorable a los primeros). No, no es, como dicen algunos, que estemos retrocediendo y necesitemos recuperar un idealizado pasado escolar (lleno de esfuerzo, disciplina, autoridad y conocimientos) que nunca existió.
Si la escuela, como dice Francisco Imbernón, nació instructiva y selectiva, ahora le pedimos que sea educativa e inclusiva (Imbernón, 2017, p.23). Si antes nos bastaba con educar sólo a unos pocos, ahora queremos educar a todos. Si antes éramos capaces de naturalizar los destinos prefijados y justificar el fracaso escolar aludiendo a la falta de esfuerzo o capacidad, ahora nos parecen afirmaciones insostenibles. Nos está bien empleado, dirán muchos. “Nuestras dificultades no son más que el reverso de nuestras ambiciones”, pero también, afortunadamente dice Meirieu, “un medio precioso para inventar soluciones que permitan alcanzarlas” (Meirieu, 2021, p.147).
Soñar es imaginar horizontes de posibilidad, dice Souza de Freitas hablando de la pedagogía de Freire (un referente para Francisco Imbernón); soñar colectivamente es asumir la lucha por las condiciones de posibilidad. Soñar colectivamente conlleva un importante potencial transformador que produce y es producido por lo inédito viable”(Souza de Freitas, 2015). No olvidemos que “todo mañana que se piense y para cuya realización se luche implica necesariamente sueños y utopía. No hay mañana sin proyectos” (Freire, 2015, p.69).
Si antes éramos capaces de naturalizar los destinos prefijados y justificar el fracaso escolar aludiendo a la falta de esfuerzo o capacidad, ahora nos parecen afirmaciones insostenibles.
La hipermodernidad, dice Philippe Meirieu, exige mucho al sistema educativo. La pretensión de convertir la escuela en un agente educador y social (y no solo instructor o transmisor) dificulta enormemente la labor de la escuela y de los docentes pero no nos debe alejar de la pretensión de trabajar a “favor de una forma de enseñar y de vivir que integre, en todos los ámbitos, la exigencia primordial de toda educación para los tiempos que están por llegar: formar sujetos capaces de resistirse a la omnipotencia pulsional, de osar pensar por ellos mismos y de colaborar para la construcción democrática del bien común.” (Meirieu, 2021, p.151)
¿Cuál es la finalidad de la escuela?, ¿para qué enseñamos?, ¿para qué enseño a un ser humano?, se pregunta Imbernón. La escuela, responde, tiene sobre todo, la gran función de suministrar inteligencia social. Enseñamos para comprender la realidad, para saber razonar, para ser autónomo en la vida y no dependiente y vulnerable al entorno político y social, para ser capaz de analizar lo que pasa afuera, para aprender a hacer una lectura crítica de lo que pasa en el mundo y su entorno. Educar es dar herramientas para leer el propio tiempo y ponerlo en relación con los que ya han sido y con los que están por venir, ha escrito Marina Garcés en Escuela de aprendices (Garcés, 2020, p.153).
Enseñamos para comprender la realidad, para saber razonar, para ser autónomo en la vida y no dependiente y vulnerable al entorno político y social, para ser capaz de analizar lo que pasa afuera, para aprender a hacer una lectura crítica de lo que pasa en el mundo y su entorno.
La pandemia ha evidenciado aspectos y carencias de la escuela que conocíamos desde hace años, pero que mucha gente aún ignoraba. Durante el último año, sostiene Imbernón, la escuela se ha revelado más importante que nunca. Hemos visto que es imprescindible no sólo para aminorar las brechas de las que tanto se habla, sino, sobre todo, para crear identidades sociales. Pero “si queremos identidades sociales, para nosotros, que somos humanos, el espacio físico y el espacio simbólico son muy importantes. No únicamente los contenidos”, dice Francisco Imbernón. Como sostiene Philippe Meirieu, el profesor no solo transmite conocimientos, sino también una relación particular con el saber, que es a la vez una relación con el tiempo y con el deseo, es decir, una relación con el placer (Meirieu, 2021, p.167).
En su libro La réplica (2021), Meirieu propone convertir la escuela en un espacio de desaceleración. Sugiere que ante la aceleración que caracteriza nuestro tiempo bajemos el ritmo de nuestras escuelas, relativicemos la presión evaluadora, hagamos de la escuela un tiempo y un espacio para la reflexión calmada, dejemos fuera de las puertas la dictadura de lo urgente, “regalemos a nuestros alumnos instantes de silencio” (Meirieu, 2021, p.170). Propone colocar la desaceleración, la atención y la construcción de pensamiento en el centro del sistema educativo. Pausa reclama, por su parte, Francisco Imbernón. Enseñanza de la pausa y enseñanza desde la pausa. Hagamos de la escuela un lugar privilegiado para demorarnos en algo (lo común, por ejemplo).
Philippe Meirieu: “regalemos a nuestros alumnos instantes de silencio”
Pero, como bien ha defendido Luciano Concheiro, no se resiste a la velocidad queriendo detenerla, sino saliendo de su dinámica (Concheiro, 2016, p.113). La escuela que estamos pensando no es tanto la escuela de la lentitud (la lentitud resulta infructuosa frente a la lógica de la aceleración) como la escuela del instante, entendido como un no tiempo: “un parpadeo durante el cual sentimos que los minutos y las horas no transcurren” (Concheiro, 2016, p.14). En el instante el tiempo deja de correr. Con esta escuela del instante no defendemos una escuela de la improvisación y la contingencia, de la respuesta inmediata (a los deseos de los niños o a las modas del mercado), sino que aspiramos a generar otra manera de estar en el mundo y de relacionarnos con los otros y con los objetos. Algo muy en la línea de lo propuesto por Masschelein y Simons en su Defensa de la escuela. Para ambos, reinventar la escuela “pasa por hallar modos concretos para proporcionar tiempo libre en el mundo actual y para reunir a los jóvenes en torno a algo común, es decir, en torno a algo que se manifiesta en el mundo y que se hace disponible para una nueva generación. En nuestra opinión, el futuro de la escuela es una cuestión pública -o más bien, con esta apología queremos convertirlo en una cuestión pública (Masschelein y Simons, 2014, p.4)”
Con esta escuela del instante no defendemos una escuela de la improvisación y la contingencia, de la respuesta inmediata (a los deseos de los niños o a las modas del mercado), sino que aspiramos a generar otra manera de estar en el mundo y de relacionarnos con los otros y con los objetos.
La pedagogía, el acto de educar, es un intento constante por conjugar la contradicción entre educabilidad (todo el mundo puede aprender) y libertad (el aprendizaje no se decreta) (Meirieu, 2018, p.88). En una clase, el más mínimo gesto tiene en sí mismo un alcance educativo. Siempre hay pedagogía en la transmisión. La comprensión por parte de los actores sociales de lo que fabrican a diario constituye un incentivo decisivo para permitirles avanzar, a la vez, hacia un mayor profesionalismo y más derechos cívicos (Meirieu, 2021, p.112). La desaparición total de la reflexión pedagógica en la formación inicial y continua de los profesores permiten a la máquina escuela imponer procedimientos cada vez más estandarizados en nombre de la obligación de los resultados (Meirieu, 2021, p.113).
Meirieu: “La desaparición total de la reflexión pedagógica en la formación inicial y continua de los profesores permiten a la máquina escuela imponer procedimientos cada vez más estandarizados en nombre de la obligación de los resultados.”
¿Cómo avanzamos? Durante muchos años nos hemos equivocado al pensar que cambiando al profesorado cambiaríamos la educación. Y esto no es cierto. Si cambiamos al profesorado, cambiamos al profesorado. Pero, ¿qué es lo que cambia la educación? Para cambiar la educación no basta con cambiar al profesorado. Para cambiar la educación, hemos de cambiar al profesorado, la escuela y el contexto donde trabaja. De hecho, hay cuatro elementos fundamentales que habría que cambiar, sostiene Imbernón en esta conversación: el modelo educativo; el tema de la equidad y el abordaje de las desigualdades; el profesorado; y la estructura escolar.
Para cambiar la educación no basta con cambiar al profesorado.
“El cambio en la educación no es tan fácil como decimos todos”. La mejora necesaria de la educación pasa por una profunda reforma de la profesión docente pero también somos conscientes hoy que “para cambiar la educación no solo es necesario cambiar al profesorado, sino potenciar al mismo tiempo el cambio en los contextos donde el profesorado desarrolla su cometido: las escuelas, la normativa, el apoyo comunitario, los procesos de decisión, la comunicación” (Imbernón, 2006, pp.41-50). “Si queremos nuevas prácticas docentes y patrones de relaciones entre los profesores, esto conduce paralelamente a actuar en los contextos organizativos en que trabajan” (Bolívar et al. 2015). Debemos también “luchar por que la innovación no sea una experiencia de innovación, sino que sea una innovación institucional”. Y “porque el proyecto educativo de un centro debería olvidarse del proyecto educativo del centro. Debería ser un proyecto educativo comunitario.”
Cuando un sistema es incapaz de afrontar sus problemas vitales o se degrada y se desintegra, o es capaz de crear un metasistema capaz de afrontar sus problemas, se metamorfosea. Lo probable es la desintegración. Lo improbable pero posible es la metamorfosis, sostenía Edgar Morin hace años en un texto en el que proponía que para evitar la desintegración del Planeta necesitábamos cambiar urgentemente nuestra forma de pensar y vivir (Morin, 2010). Algo así, sugiere Imbernón necesitamos hacer con el sistema educativo. El análisis de lo que ha pasado y está pasando parece demandarnos una gran metamorfosis, o sea, un cambio radical en la forma de pensar, trabajar y vivir los escolar, dice Francisco Imbernón.
Marina Garcés: “La oscuridad del futuro es la sombra que proyectan unos presentes que no sabemos leer”
Si el futuro es oscuro es porque el presente es opaco. La oscuridad del futuro es la sombra que proyectan unos presentes que no sabemos leer […] Educar es dar herramientas para leer el propio tiempo y ponerlo en relación con los que ya han sido y con los que están por venir (Garcés, 2020, p.153). Aunque ya no podemos cambiar el pasado, el futuro no está escrito en ninguna parte. Y tenemos el deber de educar a nuestros hijos para que reconquisten el mundo. Aquí, ahora y después. En los tiempos que corren -porque jamás hay que ignorar las luchas del presente- y, sobre todo, en los tiempos que están por llegar -porque sería un delito no preparar para el futuro (Meirieu, 2021, p.240).
Preparar para el futuro, preparar para la vida, no pasa por sumir a la escuela en una espiral acelerada de contenidos y resultados, ni exigirle una constante adaptación a las leyes de la demanda. Frente a la dictadura del siempre más, optemos por el necesario menos. Frente al ruído, provequemos silencio. Frente a la adaptación continua reivindiquemos la resistencia. No se trata de diluir el presente en pos del futuro, sino de rescatar el valor del momento, de lo que nos pasa en cada situación, del instante. La escuela no necesita más ruido, sino más silencio. Mejor que promesas de futuros inciertos, regalemos a nuestros alumnos instantes de presente.
Digamos como dice Simon Tanner, el protagonista revelde de Los hermanos Tanner de Robert Walser, “no quiero un futuro, lo que quiero es un presente. Me parece más valioso. Sólo se tiene un futuro cuando no se tiene un presente, mientras que si se tiene un presente, uno hasta se olvida de pensar en el futuro.”