Diferentes, pero iguales
Por Maria Velez, hace solo unos días escribí,
Igualdad, una lucha de un solo bando
He tenido necesidad de ampliar mi reportaje y os envió una segunda parte
La desigualdad entre hombres y mujeres continúa siendo una lacra más que evidente en la sociedad del siglo XXI. Si bien es cierto que la situación en este sentido ha evolucionado y mejorado con el paso de los años, el cambio es excesivamente lento si lo comparamos con la evolución social en otros aspectos, por lo que la discriminación hacia la mujer se perpetúa, habiendo evidencias de ello en el lenguaje, en situaciones cotidianas y laborales.
Siglo XXI, ¿evolución?
El ser humano tiene una elevada complejidad mental y, uno de sus rasgos más característicos, reside en que es un animal de costumbres. Quizás sea por ello por lo que aun actualmente se ve incapacitado, en muchas ocasiones, de desprenderse de valores que siente como propios e intrínsecos a su personalidad. Se trata de una forma inconsciente de actuación a través de lo aprendido. Claro que, si, tal y como dijo el filósofo, escritor y dramaturgo francés, Jean Paul Sartre, “mi libertad termina donde empieza la del otro”, debemos tener en cuenta que ese OTRO esconde a toda persona con la que interactuamos y nos relacionamos. Por tanto, es posible que sea necesaria una revisión de esos valores en los que se nos ha educado, por su condición de obsoletos y anclados a una época en la que se pensaran necesarios para sobrevivir al devenir de la sociedad de entonces.
Tal y como indica Natividad Hernández, coordinadora del área de psicología de la Comisión para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres, “a las propias mujeres hay que cambiarles mucho sus ideas de educadoras, sus ideas sobre lo que transmiten y acerca de que tienen interiorizado que el papel de la mujer es ayudar a que otros sean felices y consigan sus objetivos en la vida, olvidando los suyos propios”.
A lo mejor es bueno que pongamos en cuestionamiento nuestro día a día, desde lo más simple hasta lo más complejo, para revisar y pensar qué cosas hacemos porque verdaderamente queremos o porque estamos habituados a llevarlas a cabo. Es posible que sea sano reflexionar acerca del perjuicio o el beneficio que nuestras acciones causan en nosotros mismos y en los demás y quizás de este modo consigamos introducir pequeños cambios que, sumados al esfuerzo que en este aspecto realicemos muchos puedan traducirse en un gran avance para la humanidad. Y es que, no olvidemos que precisamente los pequeños detalles son los culpables a veces tanto de las mayores alegrías como de las penas que más dolor entrañan.
Pues algo así sucede con aquellas formas sutiles de violencia de género que, enmascaradas por estar al límite y dentro de la gran batería de comportamientos socialmente aceptados, no se tienen en cuenta. Son los archiconocidos micromachismos, que tanto daño silencioso están haciendo y que, detectados a tiempo, podrían evitar desgracias de elevada magnitud, ya que, aunque, tal y como se desprende de las afirmaciones de la psicóloga, parece que algo está cambiando en las sociedades más jóvenes, “lo que vemos hasta ahora es que sigue habiendo mucha violencia y esto, como todos sabemos, es la punta del iceberg de una realidad mucho más amplia y soterrada”.
Es por todo ello que se antoja imprescindible tener en cuenta la diferencia entre educar en valores e instruir, pero, más importante aún resulta que nos cuestionemos cuáles son los pilares morales propios de una sociedad del siglo XXI. De no tenerlo claro, estaremos educando en valores, sí, pero no serán los más apropiados para erradicar situaciones y lacras sociales tan trágicas como la que aquí se menciona. A este respecto Natividad asegura que “no se trata solamente de decirles en casa a los hijos varones que también tienen que ir a la compra o poner la mesa, sino de que vean que lo hace su padre y que su madre también tiene la misma libertad que su pareja”.
Por su parte, el psicólogo educativo y director de Psicología y Mente, Bertrand Regader, menciona la educación en valores desde el punto de vista de las aulas y asegura que “educar en valores es necesario, siempre que el objetivo sea acompañar al niño o adolescente a generar su propia visión del mundo”. Así mismo, Regader explica que “los valores como el respeto, la igualdad o la no-violencia han de trabajarse desde el debate y la participación, pues estamos ante el dilema de construir buenos ciudadanos obedientes o buenos pensadores”.
Lo ideal sería que las generaciones presentes estuviesen llenas de buenos pensadores, que concibiesen a las personas como seres iguales a ellos y ni siquiera tuviesen que plantearse que alguien pudiera tener más o menos valor humano por el hecho de ser hombre o mujer, por ser adepto a una religión a otra o a ninguna, por su raza o por su condición sexual. No obstante, y desafortunadamente, sigue habiendo muchas personas cuya mente continúa anclada de algún modo en una época pasada en la que el hombre estaba situado en un plano superior al de la mujer en la escala social. Y así lo corrobora Natividad cuando manifiesta que “hay muchísimas personas que siguen pensando así, incluso entre la gente joven, en todos los niveles culturales, sociales y económicos de la sociedad”. Algo con lo que coincide Bertrand, quien asegura que “el machismo es todavía bastante generalizado en nuestra sociedad, y que, aunque si nos preguntan solemos decir que no somos machistas, la verdad es que muchos de nuestros actos cotidianos, la forma en que nos relacionamos o cómo juzgamos a los demás, son actitudes que están influidas por una forma sexista de ver la vida”.
Precisamente esa forma machista de pensar se visibiliza también a través del lenguaje. Tal y como ejemplifica Regader, se hace patente en frases como, “yo no soy machista, ayudo mucho a mi mujer en las tareas domésticas”. Con ello, según comenta el psicólogo, “se niega la etiqueta negativa, pero acto seguido se asume que la posición del hombre respecto a las tareas de casa es la de ayudar, con lo que es bastante obvio que el de la mujer es liderar”. Por tanto, aunque hemos avanzado, según las palabras de Bertrand, “todavía hay muchos aspectos culturales en los que sigue existiendo la desigualdad”.
Una desigualdad que, tal y como reitera Natividad, existe entre los más jóvenes, conduciendo a situaciones de violencia “graves y preocupantes” en muchos más casos de los que se pueda imaginar. De hecho, de acuerdo a lo que expresa la psicóloga, “entre la gente joven se dan casos de mucha gravedad porque es una época en la que las personas son muy vehementes, se dejan llevar mucho por las emociones y los amores son muy pasionales”.
Y no hemos de perder de vista que, al igual que la lucha por acabar con la desigualdad no es sólo cosa de mujeres, la actitud machista que se menciona no es tampoco exclusiva en los hombres, sino todo lo contrario. Y precisamente Natividad cuenta que, a través de las sesiones terapéuticas con las chicas, ella observa que “hay muchas mujeres machistas, muchísimas”.
Una realidad enmascarada
Afirmar que en la sociedad actual pueda seguir habiendo personas capaces de considerar que la figura masculina está por encima de la femenina puede resultar drástico. Ahora bien, entre esta postura y la de aquellos otros individuos que tienen una actitud completamente igualitaria hay multitud de matices, algunos de los cuales hacen que la balanza se incline más hacia uno de sus extremos.
Precisamente, en muchos casos, los matices mencionados se corresponden con los conocidos como “micromachismos”, que pueden darse en cualquier pareja, sin importar su edad, situación o condición.
El origen del término se encuentra en el año 1991, momento en el que fue acuñado por el psicoterapeuta Luis Bonino Méndez, para dar nombre a prácticas que otros especialistas llaman «pequeñas tiranías», «terrorismo íntimo» o «violencia blanda», menos populares que el primero. A partir de entonces, se emplea esta palabra para designar a ciertas formas de violencia machistas cotidianas, que no se denominan “micro” por ser menos graves, sino por ser más sutiles y, desafortunadamente, socialmente aceptadas en multitud de ocasiones. No olvidemos que se trata de actitudes machistas que también matan, aunque de un modo más lento y silencioso, sin que se dejen ver, pues los micromachismos están a un mero paso de la más dura violencia física y psicológica, pero, al ser normalizados, no se detectan ni se denuncian. Son situaciones que comprenden un amplio abanico de maniobras interpersonales y se señalan como la base y caldo de cultivo de las demás formas de la violencia de género o violencia machista: maltrato psicológico, emocional, físico, sexual y económico.
Hablamos de una situación de sumisión por parte de la mujer debida a la superioridad con la que es tratada por el hombre, una convivencia llena de momentos tensos vestidos con el disfraz de la broma; un día a día cargado de situaciones en las que la mujer ve por momentos más mermada su inteligencia, autoestima y capacidad para hacer su vida por sí misma; una relación basada en el maltrato sin que la propia mujer pueda darse cuenta de ello, hasta que es tarde; nos referimos a una realidad enmascarada. Tal y como afirma Natividad Hernández, “los micromachismos están tan impregnados en lo cotidiano que ni las propias mujeres muchas veces nos damos cuenta”. Así mismo, de las palabras de la psicóloga se desprende que todos los hombres deben luchar en el mismo bando que las mujeres para cambiar esta realidad y que eso no ocurre. Según apunta Natividad, “hay hombres que, cuando se trata de modo machista a su madre, hermana o hijas lo sufren y reaccionan con vehemencia y, en cambio, cuando se habla de otras mujeres, su nivel de tolerancia es amplísimo”.
Al hilo, Bertrand Regader asegura estar de acuerdo en que “un micromachismo es una actitud o conducta machista que es culturalmente aceptada y que se cuela por los resquicios de la normalidad en las acciones más insignificantes”. Se trata, precisamente, de acciones que pueden parecer insignificantes, pero que, muy al contrario, no lo son en absoluto. El psicólogo educativo apostilla que, “objetivamente, la mayoría de la población coincide en señalar que se trata de actos que parten de la desigualdad, de la misoginia o del machismo, pero en la práctica pocas personas lo condenan porque los consideran no muy graves, comprensibles, o porque directamente no creen que sea sexista”.
Lo que no es admisible es que, por no hacer lo suficiente, las mujeres se vean desamparadas y no denuncien situaciones de este tipo hasta que no ocurre algo más grave y que va mucho más allá.
Al final la cuestión reside en no normalizar comportamientos o situaciones que parecen formar parte de nuestro acervo cultural. Dicho de otro modo, y siguiendo las palabras de Bertrand, “la clave está en la concienciación de que hay gestos o frases que usamos habitualmente y que pueden ser ofensivos para otra persona en ciertos contextos pero no en otros. La clave está en la empatía, por lo que se debe hacer pedagogía cuando presenciamos una situación de micromachismo”.
Según la psicóloga especialista en violencia de género, “lo que hay que preguntarse es dónde están los límites, pues si hay cosas que vamos tolerando, al final sí que se les deja de dar importancia a comentarios que pueden hacer ver que se está dando una situación de violencia de género. Y esta violencia es un continuo”. Natividad explica que se trata de algo muy complejo, ya que, “si ponemos como ejemplo el acto por el que un chico piropea el culo de una chica y ella se ofende, parece algo exagerado, pero de alguna manera ahí va intrínseca la utilización de la mujer como objeto y eso cada vez puede ir a más, hasta que llega a rozar el límite de la violencia psicológica, desde la que se pasa con mucha facilidad a la física”. Con un gesto de preocupación y seriedad en sus palabras, la psicóloga asevera que “hasta que no lleguemos a tener un nivel de igualdad mucho mayor, no seremos capaces de ver que ciertos comentarios puedan no llevar implícita una connotación negativa”.
Y para alcanzar el nivel de igualdad del que habla Natividad, todos debemos aunar nuestras fuerzas y luchar porque aquellos que actúan con superioridad respecto a otros dejen de ver que eso es un modo de vida posible.
Las diferencias entre hombres y mujeres existen, pero no tal y como las entienden muchos. Esas diferencias han de ser tomadas como algo positivo que equilibra las relaciones interpersonales. Es por ello que, hombres y mujeres, diferentes, pero iguales, necesitamos formar parte del mismo equipo de personas que insisten en que podemos vivir en igualdad y armonía. Y así lo recalca Regader, quien concluye afirmando que “el machismo nos afecta a todos, ya que es una forma de entender las relaciones que se basa en el poder y la sumisión, por lo que todos estamos implicados y todos somos parte de la solución”.