Educación un asunto de todos
Un asunto de todos es más que la incertidumbre, que también, lo que realmente caracteriza nuestro tiempo es el riesgo.
Por: Carlos Magro
Un riesgo que, al igual que la incertidumbre, el miedo y la esperanza, se encuentra desigualmente repartido.
Vivimos en una sociedad del riesgo (Beck, 1998), pero el riesgo no es igual para todos. Una sociedad del riesgo atravesada por tendencias globales como el cambio climático; los cambios demográficos, y en particular las migraciones y el envejecimiento en algunas partes del mundo; la urbanización desbocada; el impacto de las tecnologías digitales y la cuarta revolución industrial; y, sobre todo, el crecimiento desbocado de las desigualdades (UN, 2020). Tendencias que están íntimamente conectadas entre sí (Latour, 2020).
Vivimos también en una sociedad crecientemente desigual, en la que los ricos se hacen más ricos y los pobres se vuelven más pobres
Antes de la pandemia, en marzo de 2020, se estimaba que 258 millones de niños, adolescentes y jóvenes, es decir el 17% del total, no iban a la escuela (UNESCO, 2020).
El Banco Mundial, en su informe sobre el estado de desarrollo de 2018, hablaba de crisis de aprendizaje, y hacía visible algo evidente para muchos, que escolarización no es lo mismo que aprendizaje, y que para garantizar el derecho a la educación ya no es suficiente con garantizar una plaza escolar. Al problema enorme de los millones de niños sin escuela, debemos añadir el de los millones que a pesar de estar en la escuela no aprenden lo necesario para vivir. A pesar de que la expansión de la escolarización en las últimas décadas es impresionante, muchos niños y jóvenes aprenden muy poco en muchos sistemas educativos de todo el mundo. “Incluso después de varios años en la escuela, millones de estudiantes carecen de las habilidades básicas de lectura, escritura y cálculo” (WB, 2018, p.5).
Por si alguien no se había dado por enterado, la pandemia ha puesto de manifiesto y a menudo amplificado las desigualdades existentes en los sistemas educativos de todo el mundo. En agosto de 2020, el Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, hablaba de catástrofe educativa: “ya enfrentábamos una crisis de aprendizaje antes de la pandemia”, dijo, “ahora nos enfrentamos a una catástrofe generacional que podría desperdiciar un potencial humano incalculable, socavar décadas de progreso y exacerbar las desigualdades arraigadas” (UNESCO, 2020).
Nos enfrentamos a una catástrofe generacional
Los datos de la UNESCO mostraron que, en el peor momento de la primera ola de la pandemia, cerca de 1.600 millones de estudiantes en más de 190 países, el 94% de la población estudiantil del mundo, se vieron afectados por el cierre de instituciones educativas. Cuando hablamos con Lea Sulmont habían pasado ya más de 3 meses desde la declaración de la pandemia y las escuelas de Perú, como la de la mayoría de los países del mundo, permanecían cerradas. Una situación que estaba provocando grandes problemas porque, como nos recordaba Lea Sulmont, el cierre había pillado a la escuela peruana (como a gran parte de las escuelas de Iberoamérica) sin haber comenzado aún el curso escolar o con muy pocos días de curso, dificultando así la posibilidad de armar los vínculos escolares.
“Si hay algo que se está extrañando es la comunidad educativa”, señalaba Lea Sulmont durante la conversación. “Las tecnologías permiten tejer estos lazos de alguna manera, pero siguen siendo lazos muy frágiles. Hay mucha población que no tiene acceso a nada: ni a radio, ni a televisión, ni a web, ni a nada. Es complejo porque nadie estaba preparado y vivimos en un país con una diversidad geográfica muy grande y con mucha inequidad en el tema de conectividad.
Y esto está profundizando las inequidades que existen en el sistema educativo, poniendo en mayor vulnerabilidad a los más pequeños, que están en Educación Infantil, porque realmente con ellos es más complicado aún tener alguna solución, y levantando la alarma de una deserción alta en la escuela. Estamos siendo muy imaginativos, pero con muchas dificultades y brechas que se están convirtiendo en fractura.” El diagnóstico sobre la situación en Perú que hace Lea Sulmont es extensible a la mayoría de países. Lo que la pandemia de COVID-19 ha dejado claro es que algunos niños necesitan más que otros de maestros y escuelas (Sahlberg, 2020). La ONU nos alertaba, en agosto, que 24 millones de estudiantes corrían el riesgo de abandonar sus estudios (UNESCO, 2002).
Si hay algo que se está extrañando es la comunidad educativa
Junto a este efecto demoledor que la ausencia de la escuela y de los maestros provoca en muchos alumnos, la pandemia ha visibilizado y amplificado el impacto del entorno familiar sobre los resultados académicos. Contamos con una creciente evidencia de que “aunque las buenas escuelas marcan la diferencia, la mayor influencia en el logro educativo, el desempeño de un niño en la escuela y luego en la educación superior, es el origen familiar” (Wilkinson & Pickett, 2018, p.200). Se estima que los factores de dentro de la escuela explican hasta un tercio de la variación de resultados académicos, y que la influencia de los factores externos a la escuela es de alrededor del 60% (Sahlberg, 2020). Los meses de confinamiento que hemos pasado sin poder ir y estar en la escuela han exacerbado aún más el impacto de estos factores externos a la escuela. Sin las escuelas (o con las escuelas muy limitadas en su funcionamiento), todo o casi todo ha dependido de los contextos familiares y sociales de los niños y jóvenes.
Y ahí es donde entra en juego de nuevo la desigualdad y la ausencia de políticas que fomenten la equidad educativa. La desigualdad socio-económica genera desigualdad educativa. Es importante que comprendamos que sin equidad no puede haber un proceso educativo exitoso (Rodríguez-Martínez, 2019). Que sin equidad social, no hay calidad educativa posible (Martínez García, 2017). Y que, sin igualdad social, sin un ethos igualitarista generalizado, cualquier proyecto de democratización y mejora pedagógica universalista es imposible (Rendueles, 2020, pp. 293-294) (ver también conversación con David Martín).
Efectivamente, sabemos desde hace tiempo que los retos educativos no son sólo educativos, sino sociales (ver conversación con César Coll). Hay un número creciente de evidencias que muestran que la equidad y la calidad de los resultados de los estudiantes a nivel de los sistemas educativos están positivamente relacionadas entre sí (Parker, Marsh, Jerrim, Guo, Cicke, 2018). “Los sistemas educativos más exitosos son aquellos que combinan equidad y excelencia en sus políticas y prácticas educativas. Es por eso que la creciente desigualdad en la educación es una mala noticia no solo para quienes sufren la falta de equidad e inclusión, sino para toda la sociedad” (Sahlberg, 2020). Los países más desiguales tienen peores logros educativos (Wilkinson & Pickett, 2018, p.202). La equidad no solo beneficia a unos pocos. En términos educativos, nos beneficia a todos.
Los países más desiguales tienen peores logros educativos
Por eso la pandemia nos ha hecho conscientes de la necesidad creciente de establecer políticas educativas (también curriculares) que traten de construir e incluir a la comunidad educativa donde se sitúan los estudiantes (ver conversación con Axel Rivas).
“Aquellas experiencias donde se incluye genuinamente a las familias empiezan a tener más verdad […] la incorporación de los propios actores en la construcción de estas propuestas ayuda a que las propuestas tengan verdad […] Hablamos de aprendizajes muy potentes, pero que, justamente, involucran que también las familias estén metidas en eso y no solamente que la escuela me dé un currículum y me cuente todos los cuentos populares de la región huanca y con eso voy a tener identidad, no. La identidad empieza, justamente, en este núcleo familiar”, sostiene Lea Sulmont.
La incorporación de los propios actores en la construcción de estas propuestas ayuda a que las propuestas tengan verdad
Tomando estas palabras de Lea Sulmont, podríamos decir que uno de los aprendizajes de esta pandemia es que la verdad es más verdad cuando está hecha entre todos. O como dice Antonio Lafuente: “No queremos una verdad de otros a la que se nos invita, sino una verdad nuestra entre todos, hecha de fragmentos memorables que solo existen por la convergencia con otras aportaciones tan minúsculas como indispensables“ (Lafuente, 2018). La pandemia, y la crisis asociada, nos invita claramente a desarrollar nuestra capacidad para volver a describir las cosas con términos novedosos, complejos e interesantes.
“No queremos una verdad de otros a la que se nos invita, sino una verdad nuestra entre todos, hecha de fragmentos memorables que solo existen por la convergencia con otras aportaciones tan minúsculas como indispensables“ (Lafuente, 2018)
Pero la pandemia también ha arrojado luz sobre datos que ya teníamos previamente y que tienen que ver con los sistemas educativos. Y nos ha dado pistas claras de lo que deberíamos tratar de hacer. Para Pasi Sahlberg, aquellos sistemas educativos que se basan en el profesionalismo y que demuestran una alta confianza en sus docentes; que tienen y dan flexibilidad y autonomía para adaptar el currículo a las necesidades y fortalezas locales; que permiten ajustar la enseñanza y el aprendizaje (las metodologías) a las circunstancias cambiantes; y que se basan menos en estándares impuestos desde fuera, parecen haber afrontado mejor la primera ola de la pandemia.
Es probable también, sostiene Sahlberg, que con el tiempo podamos comprobar que las sociedades y sistemas educativos más equitativos hayan atravesado estos tiempos difíciles con menos daño para los estudiantes y sus familias (Sahlberg, 2020). Sahlberg apunta a tres principios a tener en cuenta si lo que buscamos es mejorar la equidad de los sistemas (y en consecuencia su calidad): 1.) actuar sobre las desigualdades en edades tempranas, entre otras cosas, generalizando la educación infantil como sostienen muchos otros expertos*; 2.) confiar en los docentes como profesionales de la educación que son; y 3) construir autonomía.
Es probable que con el tiempo podamos comprobar que las sociedades y sistemas educativos más equitativos hayan atravesado estos tiempos difíciles con menos daño para los estudiantes y sus familias.
Tres principios que deberíamos estar ya incorporando en los distintos planos (desde las políticas de estado a los proyectos educativos de centro) de respuesta educativa a la crisis de la COVID-19.
“Una lección importante de la pandemia de COVID-19 es que las escuelas y los estudiantes que son más autónomos a menudo obtienen mejores resultados tanto en situaciones normales como de crisis, que aquellos que no han aprendido a hacerlo. La autonomía fortalece la participación de los estudiantes, genera un aprendizaje auténtico y ayuda a las escuelas a responder mejor a las desigualdades emergentes” (Sahlberg, 2020, p.7). Autonomía que junto con la capacidad para desenvolverse en entornos virtuales son, para Lea Sulmont, dos de las principales competencias que habría que fomentar en las escuelas. Autonomía de las escuelas, de los docentes y de los propios estudiantes.
Competencias que en ningún caso deben ser vistas como piezas aisladas que deban trabajarse de manera individual y con una lógica lineal. “El problema del aterrizaje de un currículum por competencias no está en el concepto de la competencia sino en la implementación”, señala Lea Sulmont.
“Lo que tendríamos que buscar es más bien hacer énfasis en cuáles son las metodologías que ayudan a desarrollar competencias […] no podemos trabajar por competencias haciendo que en cada clase avances y cumplas tal y cual competencia concreta; no funciona así. Necesitamos tiempo para aprender, para disfrutar, para equivocarnos, para jugar.”
“Necesitamos tiempo para aprender, para disfrutar, para equivocarnos, para jugar.” Lea Sulmont
Necesitamos diversidad metodológica. Necesitamos una mochila metodológica que nos permita elegir la más apropiada para cada momento, para cada contexto, para cada grupo de alumnos. “Desarrollar competencias también va a depender de las características de los estudiantes y de los grupos y sus contextos. A veces vamos a necesitar metodologías más directivas, a veces necesitamos de la instrucción clásica, que también es oportuna y pertinente. Tiene que haber un mix entre eso y el trabajo autónomo, mucho trabajo autónomo, mucho trabajo colaborativo también. Tiene que desarrollarse mucho la autonomía para después poder colaborar, o sea, la colaboración tiene que ser la expresión de esta autonomía.”
Hablar de competencias es ampliar de nuevo el campo de juego. Ni la autonomía, ni la capacidad de desenvolverse en entornos virtuales, ni ninguna de las competencias que habitualmente reclamamos a la escuela (pensamiento crítico, manejo de la información…), se desarrollan de manera exclusiva en las escuelas. Las competencias (y este es uno de los puntos débiles de informes tipo PISA) se desarrollan en todas partes (familia, amigos, entornos informales de aprendizaje…). El riesgo directo de vivir en países desiguales es la brecha en la adquisición de estas competencias claves. Entender esto es el primer paso para poner solución. Es clave, sostiene Lea Sulmont, que identifiquemos aquellos procesos que tenemos que ayudar a desarrollar desde las escuelas. Las crisis como la que estamos viviendo no son oportunidades, pero nos pueden ayudar a repensar el sentido de lo que hacemos. En este sentido, la pandemia de la COVID-19 nos puede ayudar a pensar cómo debe ser una escuela orientada a una sociedad más justa, rica y libre. Para Emilio Tenti, y con esto termino, esa escuela sería aquella “que enseña que la verdad es objeto de lucha […] que enseña que existe una lucha por definir ciertas desigualdades como justas y que por lo tanto toma distancia de la meritocracia (inteligencia y esfuerzo) como dispositivo de legitimación de desigualdades” (Tenti, 2020). El resto es un asunto de todos.