Comité de Derechos Humanos de la ONU

Por Jonathan Martínez Periodista Actualizado a
Este mes de julio, el Comité de Derechos Humanos de la ONU ha tomado el pulso a la democracia española en su séptimo examen periódico.
Como aspectos positivos, los expertos celebran once avances legislativos, entre ellos la ley de amnistía, la ley trans y la ley del consentimiento. Así mismo, el informe aplaude la aprobación de la ley de memoria democrática al tiempo que arremete contra las leyes de concordia del PP y Vox en la Comunidad Valenciana, Aragón y Castilla y León.
España, critica la ONU, no ha derogado aún la ley de amnistía de 1977 y sigue garantizando la impunidad de los líderes franquistas, pues todos los procesos abiertos quedan siempre en agua de borrajas.
Es curioso. Las leyes que la derecha ha satanizado con furia mayor hasta incendiar las calles aparecen envueltas en elogios a lo largo del documento. Eso no quiere decir que el PSOE escape a las críticas. Al contrario, las recomendaciones de la ONU ponen en tela de juicio los fundamentos de la Transición y muerden el nervio de algunos grandes consensos del bipartidismo. Dicen, por ejemplo, que los delitos de la guerra civil y el franquismo no prescriben y que España debe perseguirlos. Que hay que buscar a las personas desaparecidas. Que se debe garantizar a las víctimas su legítimo derecho a la verdad, la justicia y la reparación.
Quien haya leído tan solo las primeras páginas del informe podría pensar que las vulneraciones de derechos humanos por parte del Estado son una cosa antigua, como de fotografía sepia, propia de un pasado que ya no existe y que nunca volverá. Pero si seguimos leyendo, encontraremos todo un apartado dedicado a los abusos policiales. La ONU apunta que el Código Penal español no se ajusta a los estándares internacionales en su definición del delito de tortura. Denuncia que no se graban por sistema los interrogatorios y que los torturadores pueden acogerse a un régimen de impunidad que permite la prescripción de los delitos apenas quince años después de haber sido cometidos.
En 2017, el Gobierno vasco publicó un estudio del Instituto de Criminología que atestiguaba 4.113 casos de torturas entre 1960 y 2014. El Gobierno navarro puso su granito de arena y acreditó otros 1.068 episodios. A la luz de estas cifras, el Comité de Derechos Humanos de la ONU se pregunta por qué nadie se ha puesto de inmediato a investigar los testimonios de las víctimas. A renglón seguido, el propio informe señala el desagüe por donde se escurren las denuncias: España no cuenta con mecanismos independientes para investigar a las fuerzas policiales. El zorro está a cargo del gallinero.
El discurso oficial sobre la tortura ha pasado por fases diversas a lo largo de la historia. Durante un buen tiempo se acudió a la negación. El blindaje de los cuerpos policiales estaba tan arraigado que el Plan ZEN de Felipe González proponía intervenir contra los denunciantes por falsedad. Después apareció, como surgido de una chistera, el «manual de ETA». En 2003, el periodista Martxelo Otamendi denunció un calvario de tratos degradantes durante cinco días de incomunicación en dependencias de la Guardia Civil. El ministro Acebes se querelló en su contra porque entendía que denunciar las torturas era una prueba inequívoca de colaboración terrorista. «Ha seguido a pies juntillas el manual de ETA». En 2012, Estrasburgo condenó a España por haber desatendido la petición de Otamendi.
Las pruebas forenses son ya tan clamorosas que los discursos oficiales han terminado desfilando por otros derroteros. Algunos, los más prudentes, han optado por correr un tupido velo con la esperanza de que los torturados desfallezcan y abandonen resignados sus demandas de justicia. En el albañal de las redes sociales, en cambio, la turba ultraderechista ha pasado de la fase de negación a una etapa de orgullosa aceptación y viene a afirmar que los damnificados se lo tenían bien merecido. Poco me parece. Algo habrán hecho. En el imaginario neopopulista, las organizaciones de derechos humanos no son otra cosa que un estorbo inoportuno.
Los berridos digitales serían apenas una anécdota si no tuvieran un fundamento institucional. El Indultómetro de la Fundación Civio ha contado medio centenar de medidas de gracia para agentes condenados por torturas. Muchos de ellos no solo no han sido apartados de sus cargos, sino que han terminado ascendidos y galardonados. Pensemos en el policía nacional Héctor Moreno, condenado por torturas, indultado por José María Aznar y condecorado por Grande-Marlaska. Pensemos en el guardia civil José Pérez Navarrete, dos veces condenado por torturas, indultado por Felipe González y premiado por Ignacio Cosidó.
Uno de los casos más estrepitosos, sin embargo, es el de Manuel Sánchez Corbí. La Audiencia de Bizkaia lo condenó a cuatro años de prisión por torturas, pero la sentencia no fue un obstáculo para su carrera policial. Sánchez Corbí obtuvo una rebaja del castigo en el Tribunal Supremo, recibió el indulto de Aznar, se colgó al pecho varias condecoraciones y ascendió hasta terminar dirigiendo la UCO. El mes pasado, cuando Cerdán fue a parar a la cárcel, un internauta lanzó un comentario escéptico. Si la Guardia Civil ha sido incapaz de investigar cinco mil casos de tortura en cincuenta años, ¿por qué deberíamos confiar ahora en estas investigaciones?
Sí, el informe de la ONU reprende a España por ser incapaz de prevenir la corrupción, no solo en el ámbito político, sino también en los estamentos judiciales y policiales. No hay progreso, dice el texto, en la revisión del régimen disciplinario de las fuerzas de orden público. Ahora pensemos en Koldo García, que fue condenado por agredir a un joven independentista a las afueras de un bar de Iruñea frecuentado por guardias civiles. Aznar ya lo había indultado por una agresión anterior. Finalmente, Zoido lo condecoró con la Cruz blanca de la Guardia Civil por motivos que nadie ha querido aclarar.
¿Era Koldo García un agente encubierto? ¿Tiene la UCO su propia agenda política? De momento, los audios empiezan a confirmar las sospechas de la defensa de Cerdán. Por lo visto, el exasesor de Ábalos atendía peticiones de agentes que buscaban un «enchufe rápido». Y «Arriba España». Que apesta a corrupción policial, hablando claro. Como explica Ramón Sola en Gara, estos trapicheos fueron obviados en el informe de la UCO y demuestran que García contó con otros colaboradores en lo que parece una red de espionaje. Son esta clase de cosas las que los organismos internacionales reprochan a España. Será que los expertos de la ONU siguen el manual de ETA, quién sabe.