Los cerebros ya crecen en los laboratorios
Los organoides cerebrales no pueden pensar igual que nosotros, pero sí abren la puerta a revolucionar la investigación y los tratamientos de enfermedades neurológicas
Fuente : CSIC-UMH
La ciencia es capaz de cosas sorprendentes: se cortan y se pegan genes para conseguir, por ejemplo, mosquitos que no propaguen la malaria; se crean ’embriones quimera’, híbridos entre humano y mono, para estudiar los primeros momentos de la vida; o se ‘cultivan’ todo tipo de órganos para probar medicamentos o entender enfermedades.
De estos últimos, entre toda la gama de los bautizados como organoides, los más llamativos son los cerebros. En realidad, minicerebros, un término polémico que si bien encaja en titulares sorprendentes, crea revuelo entre los científicos, que aún debaten cómo llamarlos. Explicados de manera sencilla: se trata de grupos de células que crecen en una placa de Petri, se agrupan y acaban funcionando de forma parecida a procesos que ocurren dentro de nuestras cabezas.
De momento, no son cerebros completos; pero sirven como modelos simplificados y en miniatura (miden apenas unos milímetros, con un aspecto parecido a un grano de arroz) con los que experimentar, y con los que ya se han conseguido logros que van desde minicerebros a los que les han crecido ‘ojos’ a implantes en la mente de ratones, lo que abre la puerta a toda una revolución científica.
Todo comienza con algo tan sencillo como un trozo de piel humana, el mismo tejido que abandonamos cada noche entre las sábanas de nuestra cama. Los científicos son capaces de ‘reprogramar’ o ‘rebobinar’ esas células y llevarlas a un estado anterior, similar al de las células madre, cuando tienen la capacidad de convertirse en cualquier tipo de célula de nuestro cuerpo.
Después, se ‘fuerzan’ para que evolucionen hacia otras unidades más especializadas, creando neuronas que interactúan entre sí. A partir de aquí, se abre un mundo de posibilidades en el laboratorio en base a una materia prima bastante sencilla para hacer todo tipo de pruebas que no se podrían hacer sobre un cerebro humano vivo.
No son Frankensteins
«El objetivo no es crear Frankensteins», advierte Víctor Borrell Franco, investigador del Instituto de Neurociencias, centro mixto de titularidad mixta entre elConsejo Superior de Investigaciones Científicas y la Universidad Miguel Hernández (CSIC-UMH).). Habla con conocimiento de causa: gracias a los minicerebros, su equipo ha descubierto un gen que provocó que, hace tres o cuatro millones de años, nuestra corteza cerebral, la parte más compleja y grande de nuestro cerebro, creciera, convirtiéndonos en humanos. El hallazgo fue publicado en la revista ‘Science Advances’.
Su campo, el desarrollo embrionario –el estudio cómo funcionan nuestras primerísimas células, cuando apenas medimos como un guisante–, está siendo uno de los más prolíficos en cuanto al uso de minicerebros. Entre la explosión de investigaciones, medios de todo el mundo se hicieron eco de unos minicerebros con ‘ojos’, unos ‘vistosos’ organoides creados para estudiar el origen de la vista.
Publicado en la revista Cell Stem Cell’, el experimento consistía en hacer crecer organoides de copas ópticas –las estructuras desde las que se desarrolla casi todo el globo ocular– si bien con un pequeño añadido: junto con minicerebros. Al igual que los embriones humanos, a los 50 días de desarrollo, estos minicerebros mostraban ‘ojos’ claramente visibles.
No solo eso: estas copas ópticas contenían diferentes tipos de células de la retina, que se organizaban en redes neuronales que respondían a la luz, e incluso contenían lentes y tejido corneal. Además, las estructuras mostraron que la suerte de ‘retina’ de estos organoides se conectaba con el minicerebro.
Su utilidad no acaba en averiguar cómo se forman órganos en el útero de nuestra madre. Existen también experimentos que podrían tener aplicaciones directas en la medicina del futuro no muy lejano. Borrell Franco apunta, por ejemplo, a un estudio publicado en ‘Nature’ de científicos de Cambridge que cultivaron estos minicerebros junto con una médula espinal de un ratón.
A los pocos días de ponerlo en la placa de Petri rodeado por tejido muscular, el organoide generó unas largas conexiones neuronales hacia la médula para conectarse con ella, conformando algo parecido a un sistema nervioso central. Incluso era capaz de contraer los músculos a su alrededor, como hacen las neuronas motoras de nuestros cerebros. «Esto puede ser la puerta a que, en un futuro, pacientes que, por ejemplo, sufren un ictus, donde parte de su cerebro muere, puedan optar a regenerar esas zonas con organoides creados a partir de células de su propia piel. Es un campo, sin duda, prometedor».
Uno de los últimos estudios más rompedores, publicado en la misma revista a finales del pasado año, daba un paso más allá: el grupo liderado por Sergiu Pasça, investigador en la Universidad de Stanford y una de las figuras más relevantes del trabajo con organoides, conseguía insertar estos minicerebros a partir de células humanas en cerebros de rata y que, además, este injerto reaccionara cuando los animales recibían una recompensa.
«Fue un hito porque estos organoides no crean tejidos conectivos, como venas y arterias, por lo que trasplantarlos a organismos vivos es muy complicado», explica Guillermina López-Bendito, también investigadora del Instituto de Neurociencias CSIC-UMH y colaboradora del laboratorio de Pasça. La clave estuvo en incluir estos organoides en el sitio y momento exactos: en la corteza somatosensorial –el área responsable de recibir y procesar información sensorial de todo el cuerpo, como el tacto– de ratas jóvenes, cuyos circuitos neuronales aún no están completamente formados.
«Es un campo revolucionario y uno de los avances metodológicos más importantes de este siglo», señala López-Bendito, quien empezará en breve a cultivar estos minicerebros para estudiar las enfermedades del cerebro, su especialidad. «Nos permitirá observar genes relacionados con determinadas patologías, como la epilepsia, y ver qué falla. U observar fenómenos ‘in vivo’ que ahora son imposibles de observar en muestras de cerebro vivo o en embriones».
Aún ‘en pañales’
Señala, además, que en un futuro, estos organoides (aunque ella prefiere la terminología de Pasça, quien los considera asembloides, ya que no llegan a formar el órgano al completo) servirán para sustituir las pruebas con animales. «Los podremos usar para probar diferentes medicamentos y hacer una predicción de cómo funcionarán en el cerebro humano. Es cierto que siempre habrá una diferencia con los humanos reales, pero será una herramienta muy poderosa para hacer pruebas de concepto».
Sin embargo, tanto Borrell como López-Bendito coinciden en que estos asembloides, organoides o minicerebros aún están, ciertamente, en pañales. «Nos queda por reproducir algunos tipos de células neuronales como las que se producen en el tálamo o el estriado de la médula espinal», señala la investigadora. «Además, será necesario abordar el debate de ciertos aspectos éticos». Por ejemplo, por delante quedan cuestiones como la obtención de biomateriales humanos o el consentimiento de donantes. Además, muchos han planteado los límites de la consciencia, una barrera sin siquiera delimitar.
Para abordar estos temas, las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de Estados Unidos publicaron un informe en 2021 en el que señalaban que «es extremadamente improbable que los organoides cerebrales posean capacidades que, dada la comprensión actual, se reconozcan como consciencia, emoción o la experiencia del dolor». Es decir, que dudan de que estos minicerebros puedan sentir. Además, indicaban que, tal y como se crean ahora mismo, «no difieren en la actualidad de otros tejidos o cultivos neurales humanos in vitro», que se usan también para la investigación. A pesar de todo, advertían de que, a medida que la tecnología avance, «puede ser necesario la revisión de este concepto».
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