EL DIVISMO DESDE TIEMPOS MEMORABLES
El término DIVO se utiliza para hacer referencia a un tipo de personalidad que se caracteriza por una constante y vital en su auto admiración y veneración, de manera extraordinaria y que puede, en algunos casos, llegar a ser una patología.
El divismo o las personas consideradas ególatras han existido desde siempre, desde que el ser humano ha podido desarrollar mejores niveles de vida y desde que se ha implementado la idea de diferencias sociales que suponen que algunos son superiores a otros. Muchas veces una persona DIVO es una persona que obtiene todos esos elementos pero que difícilmente garantiza una óptima y sincera relación social. Se siente superior y es difícil, una vez se les ve claramente, mantener una buena relación por su insoportable condición interpersonal.
El divismo no está relacionada exclusivamente con el poder o el dinero. En este sentido, también tiene una importante injerencia en el desarrollo de una personalidad DIVO, el tipo de educación y crianza que la persona recibe, permitiéndole actuar siempre como centro de conflictos en la familia, siendo caprichoso y haciendo cualquier cosa para obtener lo que se quiere. Posteriormente dando y girando cualquier conclusión a su favor y protagonismo.
Como se indica, el divismo es un problema importante en lo que respecta a las relaciones sociales ya que la persona que mantiene estas características por lo general tiene complicaciones en mantener vínculos normales con otras personas en mayor o menor grado. Esto es así por un lado porque la permanente consideración de sí mismo como un ser superior le hace ver a los demás como inútiles o prescindibles, evidenciándolos, comparándolos y menospreciándolos, mientras que las personas por lo general no logran tolerar personalidades de este tipo por ser conflictivas y chocantes.
Suelen ser personas soberbias que tienen una característica habitual y es que no suelen aceptar sus errores y siempre tienen argumentos creativos para justificarse.
Suelen culpar a los demás de sus propios fallos, no aceptan ser corregidos y cuando se encuentran acorralados, optan por una salida fácil pero infantil (repiten lo mismo que les argumentan a ellos) se enfadan, se ponen agresivos, dejan de hablar, gritan, lloran, patalean, se cierran en banda y se marchan.
En realidad, padecen de inmadurez, ya que su comportamiento y el de los niños pequeños es prácticamente igual, por lo que su origen hay que buscarlo en el modelo de educación infantil recibida. Pero esto no solucionará el problema presente.
Se comportan como niños consentidos, demasiado valorados, con intolerancia a cometer fallos y errores y sobre todo, con un nivel muy bajo de tolerancia a la frustración.
Por sus chantajes, amenazas o temor a sus pataletas, las personas de su entorno los apoyan llevándolos al precipicio de la soberbia. Seguirles siempre la corriente magnifica su patología comportamental.
Al llegar a ese nivel no se detienen ante nada con tal de conseguirlo o salirse con la suya.
Por esa razón se define al divo-soberbio quien se tiene por superior, quien se siente y se cree más que todos los que le rodean y menosprecia a los demás.
En la psicología dinámica, esconde una necesidad, la necesidad de ser más. Y toda necesidad es señal de una falta, de una carencia profunda.
Si hablamos del inconsciente, sería una inseguridad nacida de un sentimiento de inferioridad.
Y de ahí su necesidad imperiosa por ser más que los demás. Y etiquetarse de ser un genio superior.
Se podría decir algo así como decían nuestros antepasados: “Dime de qué presumes y te diré de lo que careces”.
Una de las alternativas más eficientes es abordar las conductas soberbias no cediendo, pese a la pataleta, ira e insultos del que se cree un divo.
Es mejor el enfrentamiento verbal que ceder ante una conducta que a la larga es causa de muchos más problemas, ya que éste consigue que la gente lo vaya dejando manipular e ir magnificando su gran problema.
Lamentablemente, si no corrige su actitud, los fallos que comete y su incapacidad para asumirlos, acaba produciendo su caída definitiva.
No se trata de “comprenderlos” o aplaudir sus bravuconadas. Hay que hablar claro y sin temor para frenarlos a tiempo, porque las palabras que no decimos, nos hacen más daño que cuando decimos lo que sentimos, que siempre liberan nuestras adrenales y ¿Por qué no? nuestra alma. Y evitan muchas veces las caídas irreparables de tanto ídolo de cartón-barro.
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